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martes, 23 de junio de 2009

Una Inesperada Compañia en el Adiós


La casa tenía el toque de ambos: Los colores pasteles que ella tanto amaba y los muebles prácticos que le hacían la vida más cómoda a él. La elección de las cortinas fue una tortura, pero luego de dos semanas de peleas dieron con las indicadas. ¿Cuadros? uno por habitación y nada más, porque suficiente era una imagen para darle la vida a un cuarto. Y sonriendo para sí mismo, agradeció profundamente los traumas de niñez compartidos sobre los adornos, porque hicieron que su casa no fuera una colección de cachivaches y se convirtiera en su refugio perfecto. Aunque, como el hechizo de la cenicienta, apenas cumplido un año ya se había perdido el encanto del lugar perfecto para un par de almas, que se creyeron gemelas.

Respiró hondo y cerró los ojos, recordando las tardes de risa, conversaciones y caricias. Podía sentir sus voces, acompañadas de aquella música cómplice, esa que estaba apilada en forma de torres de discos compactos de tantos estilos, que hasta el mayor coleccionista tardaría años en descifrar tantos estilos juntos. Bastó que los abriera, para sentir el golpe de la realidad e instintivamente volver a cerrarlos.

En su mente todo era tan real, porque se quería convencer que quizás el tiempo había retrocedido para darle una segunda oportunidad… o tal vez... eso era lo que sucedía... algunas voces traviesas se habían escondido en alguna esquina y hoy eran un pequeño regalo en aquella tarde. Pero, por dolorosa que fuera, la verdad había que asumirla nuevamente, sin calmantes. Se forzó para mantener bien abiertos los ojos, aunque la tentación de volver a la ensoñación fuera muy fuerte, porque ya no había pie atrás y la nostalgia tenía que marcharse por donde había venido.

Quien iba a pensar que este viaje romántico iba a terminar en la primera escala. Cuantas veces conversaron lo horrible que sería la muerte del amor y no se percataron que tenían un velorio en casa, mucho antes de aquella triste conversación. El silencio le advirtió que algo sucedía. Se instaló entre los dos, como si fuera una barrera impenetrable. Lo maldijo cuando se instaló como el tercero en su cama, en un puesto en su mesa y el acompañante durante los días de compras. Primero muy discreto, haciendo que las pausas entre frases se hicieran más largas, hasta que se convirtió en el personaje principal de sus días como pareja.

Por mucho que usara una variedad de recursos verbales para derrumbarlo, ya ni siquiera hacía efecto el cuento del nuevo traje de Black, el perro del vecino. Pobre can, cuantas veces fue humillado con esas capas de nubes y flores de patchwork. Su especialidad era hacerla reír imitando al pobre can, tan incómodo con su estrafalario atuendo, que más de alguna vez terminó hecho un lío al tratar de zafarse. Cada vez tardaba más en hacer su aparición, hasta que un día se quedó parado junto a la ventana, con una rutina tan cómica, pero que no fue presentada porque la espectadora se quedó en su sillón… acompañada por el maldito silencio.


¡Por Dios! ¡Como extrañaba esa risa! Esas fuertes carcajadas, que no se compadecían de nada y de nadie. Y ese final casi asmático, que ella justificaba diciendo que era alergia, pero que él sabía era parte obligatoria de aquel concierto. Sí, para él era el mejor concierto, tanto que más de alguna vez se esforzó en contar bien aquella broma que escuchó en el almuerzo, todo para sentir esa cascada convertida en risa que lo energizaba, mejor que cualquier tónico revitalizante.

Hasta que un buen día decidió sacar a patadas a aquel molesto visitante, porque en su casa sólo había espacio para visitas gratas y este ya estaba pasando a ser todo un estorbo para el buen vivir. Aprovechó aquella tarde lluviosa, cuando ambos se habían refugiado en su enorme cama y la luz había decidido irse a bailar con la tormenta. Ella se sobresaltó cuando la tomó firmemente de una mano y la miró a los ojos, sintiendo que todo se iba a negro cuando ella lo miró con tristeza y trató de zafarse suavemente del agarre.

“Yo… “ fue el comienzo de una larga charla, tanto que ni se dieron cuenta cuando la tarde se hizo noche y ésta le dio la bienvenida al día nuevamente. “Pensé” fue la palabra que le provocó un nudo en la garganta, mientras que “creí” fue aquella que le oprimió el pecho e “intenté” terminó por convencerlo de algo. El silencio no era un maldito, porque jamás quiso dañarlo. Apareció como un misterioso ángel protector para evitar que asumiera la verdad, que ella había dejado de querer... lo. Se arrepintió de tantos insultos para aquel amigo incomprendido, que hizo lo imposible, pero no pudo evitar que le doliera descubrir la verdad.

Cuando decidieron salir de la cama, el plan ya estaba listo y las maletas perdidas en el ático, supieron que su destino no sería una isla del Caribe, sino un departamento perdido en los suburbios. Que difícil fue admitir que ni siquiera un atisbo de esperanza se había hecho presente en aquella conversación. Aunque la invocó mentalmente, no quiso darse una vuelta para iluminar aquella oscurecida habitación.

Quien iba a pensar que el silencio era el bueno, suspiraba asiendo el pomo de la puerta. Quería evitar ese click que significaba el adiós definitivo, pero nada sacaba con mentirse tontamente. Puso ambos pies fuera y tiró de ella de un golpe, uno que le remeció de la cabeza a los pies, tal como pasó con la casa. Caminó lentamente hacia su auto y encendió el motor, teniendo de copiloto a su maleta y un largo viaje a su antiguo departamento de soltero.

En medio del camino varias preguntas pretendían distraerlo de la ruta. ¿Cómo iba a decirles a su familia y amigos? ¿Qué dirían de aquella separación tan abrupta?

El silencio le tocó discretamente un hombro, haciendo que se concentrara en el camino. Su amigo esta vez lo haría bien y respondería a todos los curiosos, al menos por un tiempo. Ya cuando se sintiera mejor le dejaría partir o quizás lo llamaría para que se acompañaran en alguna tarde lluviosa.

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